LA TORTURA
EXPERIMENTAL
Por Henry S. Salt
(1851-1939)
Grande es el cambio
cuando pasamos de la indiferencia ligera, irreflexiva, del cazador
deportivo o el sombrerero a la actitud más determinada y
deliberadamente elegida del científico. Tan grande en rigor que
muchos –incluso entre los más arduos defensores de los derechos de
los animales- consideran imposible seguir esas diferentes líneas de
actuación hasta una y la misma fuente. Y sin embargo puede
demostrarse, creo, que en este caso, y en los que ya hemos
examinado, la causa primordial de la injusticia del hombre para con
los animales inferiores es la creencia de que éstos son meros
autómatas, desprovistos de espíritu, carácter e individualidad. Lo
único que ocurre es que, mientras el deportista ignorante expresa
este desdén por medio de la matanza y el sombrerero lo hace mediante
la toca, el fisiólogo, con una mentalidad más seria, lleva adelante
su obra en la “tortura experimental” del laboratorio. La diferencia
reside en el temperamento de unos y otros hombres, y en el estilo
propio de cada profesión. Pero, en su negación de los más
elementales derechos de las razas inferiores, se inspiran y se
mueven instigados por un común prejuicio.
El método analítico
empleado por la ciencia moderna tiende en última instancia, en manos
de sus exponentes más ilustrados, al reconocimiento de una estrecha
relación entre la humanidad y los animales. Pero, al mismo tiempo,
ha ejercido un efecto sumamente siniestro en el estudio del jus
animalium entre la masa de los hombres medios. ¡Considérese el
trato del llamado naturalista con los animales cuya observación ha
convertido en su dedicación! En noventa y nueve casos de cien es
incapaz de apreciar la calidad distintiva esencial, la
individualidad del objeto de sus investigaciones, y se convierte en
nada más que en un satisfecho acumulador de datos, un industrioso
diseccionador de cadáveres. “Creo que el requisito más importante en
la descripción de un animal –dice Thoreau- es asegurarse de que se
transmite su carácter y su espíritu, porque en ello se tiene, sin
lugar a error, la suma y el efecto de todas sus partes conocidas y
desconocidas. No cabe duda de que la parte más importante de un
animal es su ánima, su espíritu vital, en la que se basa su carácter
y todas las particularidades por las que más nos interesa. Sin
embargo, la mayor parte de los libros científicos que tratan de los
animales dejan esto totalmente de lado, y lo que describen son, por
así decirlo, fenómenos de materia muerta.”
Todo el sistema de
nuestra “historia natural”, tal como se practica en el presente, se
basa en este método deplorablemente parcial y equívoco. ¿Se ha
posado un ave rara en nuestras costas? Inmediatamente le da muerte
algún emprendedor coleccionista, y con orgullo lo entrega al
taxidermista más cercano, para que pueda “preservarse”, entre toda
una serie de otros cadáveres rellenos, en el “museo” local. Es un
deprimente asunto, en el mejor de los casos, esta ciencia de la
pieza de caza y el escalpelo, pero está de acuerdo con la tendencia
materialista de una determinada escuela de pensamiento, y sólo unos
pocos de quienes la profesan escapan a ella, y se sitúan por encima
de ella para llegar a una comprensión más madura y clarividente. “El
niño –dice Michelet- se entretiene, rompa las cosas y las destruye;
encuentra su felicidad en deshacer. Y la ciencia, en su infancia,
hace lo mismo. No es capaz de estudiar a menos que mate. El único
uso que hace de una mente viva es, en primer lugar, diseccionarla.
Nadie lleva a la indagación científica esa tierna reverencia por la
vida que la naturaleza premia desvelándonos sus misterios.”
En estas
circunstancias, escasamente puede asombrarnos que los modernos
científicos, sedienta la mente de más y más oportunidades para
satisfacer su curiosidad analítica, deseen recurrir a la tortura
experimental a la que eufemísticamente se presenta como
“vivisección”. Están cogidos y se ven impulsados por una
irresistible pasión de conocimiento y, como maleable objeto para la
satisfacción de esta pasión, encuentran ante ellos a la indefensa
raza de los animales, en parte salvajes, en parte domesticados, pero
por igual considerados por la generalidad humana incapaces de tener
“derechos”. Están acostumbrados, en su práctica (pese al ostensible
rechazo de la teoría cartesiana), a tratar a estos animales como
autómatas: cosas hechas para ser matadas, diseccionadas,
catalogadas, para el avance del conocimiento. Son además, en su
condición profesional, descendientes lineales de una clase de
hombres que, por bondadosos y considerados que fuesen en otros
aspectos, nunca tuvieron escrúpulos para subordinar los más vivos
impulsos humanitarios al menor de los supuestos intereses de la
ciencia. (1) Dadas estas condiciones, pareciera inevitable que el
fisiólogo vivisecciones, así como el señor rural cace. La tortura
experimental es tan apropiada para el estudio del hombre
semiilustrado como la actividad cinegética lo es para la diversión
del imbécil.
Pero el hecho de que
la vivisección no sea, como algunos de sus oponentes parecen
considerar, un fenómeno siniestro e irresponsable, sino la lógica
consecuencia de un determinado hábito mental desequilibrado, no le
resta en modo alguno nada de su odioso carácter. Está de más emplear
un solo minuto en defender los derechos de los animales inferiores
si no se incluye entre ellos el derecho a estar, totalmente y sin
excepción, a salvo de las terribles torturas de la vivisección: del
destino de ser lenta y despiadadamente desmembrados, o desollados,
o asados vivos, o infectados con algún virus mortal, o sometidos a
cualquiera de las numerosas formas de tortura infligidas por la
científica inquisición. Respaldemos, sobres este tema crucial, las
palabras de miss Cobbe: “el mínimo de todos los derechos posibles es
sencillamente que se les ahorre el peor de todos los posibles males,
y si un caballo o un perro no tienen derecho a que se les libre de
que se los haga enloquecer o se los despedace, al modo en que lo han
hecho Pasteur y Chaveau, es entonces imposible que tengan derecho
alguno, ni que ningún daño que se les inflija , por gente de
alcurnia o sencilla, pueda merecer castigo”.
Es necesario
manifestarse, de manera enérgica e inequívoca, a este respecto, ya
que, como he dicho, algunos de los “amigos de los animales” muestran
una disposición a transigir con la vivisección, como si la alegada
“utilidad” de sus prácticas, o los “concienzudos motivos de quienes
la practican, la pusieran en un plano totalmente distinto al de
otras clases de inhumanidad. “Muy en contra de mis propios
sentimientos –escribe uno de estos apóstatas (2)- veo una
justificación para la vivisección en el caso de animales dañinos y
de animales que son rivales del hombre en la obtención de alimento.
Si se considera que debe darse muerte a un animal por otras razones,
el vivisector puede intervenir llegado el momento, comprarlo,
matarlo a su manera, y adquirir, sin tener nada que reprocharse, el
conocimiento que su sacrificio pueda reportarle. Y mi teoría de que
“la vida es dulce” permitiría asimismo que se crearan animales
especialmente para la vivisección, allí y sólo allí donde no se
habrían criado de otro modo.” Este sorprendente argumento, que da
pos supuesta la necesidad de la vivisección traiciona por completo,
como podrá observarse, la causa de los derechos de los animales.
La afirmación que por
lo común hacen los apologistas de la científica inquisición, según
la cual se justifica la vivisección por su utilidad –por
considerarla, de hecho, indispensable para el avance del
conocimiento y la civilización (3)- se funda en una visión a medias
de la situación. El científico, como ya he señalado es un hombre
semiculto. Supongamos (lo que sin duda es mucho suponer, ya que está
en contradicción con la mayoría de los testimonios médicos de gran
peso) que los experimentos del vivisector contribuyan al progreso de
la ciencia quirúrgica. ¿Y qué? Antes de sacar la conclusión
precipitada de que la vivisección es justificable por esa razón, un
hombre sabio tomará plenamente en consideración el otro lado de la
cuestión: el lado moral, la monstruosa injusticia de torturar a un
animal inocente y el terrible daño que se inflige al sentido
humanitario de la comunidad.
El científico sabio y
el sabio humanista son idénticos. Una ciencia verdadera no puede
ignorar el hecho sólido e incontrovertible de que la practica de la
vivisección repugna a la conciencia humana, incluso entre los
miembros ordinarios de una sociedad no sensible en exceso. La
llamada “ciencia” (por desgracia nos vemos obligados, en el habla
común, a utilizar la palabra en este sentido técnico especializado)
que deliberadamente pasa por alto este hecho, y que limita su visión
a los aspectos materiales del problema, no es en absoluto una
ciencia, sino una afirmación unilateral de las opiniones que hallan
favor en una particular clase de hombres.
Nada que sea
aborrecible, repugnante, intolerable a los instintos generales de la
humanidad, es necesario. Es mil veces preferible que la ciencia
renuncie a la cuestionable ventaja de ciertos descubrimientos
problemáticos, o que los posponga, a que se atente
incuestionablemente contra la conciencia moral de la comunidad
creando confusión entre el bien y el mal. El atajo no siempre es el
recto camino, y perpetrar una cruel injusticia contra los animales
inferiores y tratar luego de excusarla sobre la base de que
beneficiará a la posteridad, es un argumento tan inadecuado como
inmoral. Puede que sea ingenioso (en el sentido de engañar al que no
sabe), pero no es con certeza científico en ningún sentido
verdadero.
Si hay un punto
luminoso, un oasis refrescante en la discusión de este tema triste y
monótono, es la humorística reaparición de la trillada falacia de
que “es mejor para los propios animales”. Sí, incluso aquí, en el
laboratorio del vivisector, en medio de las cocciones y los
aferramientos, nos encontramos con algo que nos es familiar: el
orgulloso alegato de una leal consideración por el interés de los
animales que sufren. ¡Quién sabe si algún benéfico experimentalista,
cono sólo que le permitieran cortar en pedazos a un número
suficiente de víctimas, no descubriría un potente remedio para todos
los males que aquejan a los animales y a la humanidad! ¡Qué duda
cabe de que, las propias víctimas, si pudieran llegar a darse cuenta
del noble objeto que se persigue con su martirio, rivalizarían entre
sí para acercarse lo más rápidamente al escalpelo! Lo único que nos
maravilla es que, siendo tan meritoria la causa, no se haya
presentado todavía ningún voluntario humano para morir a
manos del vivisector. (4)
Se admite plenamente
que los experimentos hechos sobre seres humanos resultarían mucho
más valiosos y concluyentes que los realizados sobre animales. Sin
embargo, los científicos suelen rechazar todo deseo de resucitar
tales prácticas, y niegan indignados los rumores, que corren de vez
en cuando, de que en los hospitales se somete a los pacientes más
pobres a semejante curiosidad anatómica. Es de observar, así pues,
que, en el caso de los seres humanos, los científicos admiten como
cosa natural el aspecto moral de la vivisección, mientras que
en el caso de los animales no se le concede peso alguno. ¿Cómo puede
explicarse esta extraña incoherencia, salvo dando por supuesto que
los hombres tienen derechos y los animales no tienen ninguno, o
–dicho de otra manera- que los animales son meras cosas, carentes de
finalidad, y a las que no es de aplicación la justicia y la
indulgencia de la comunidad?
Uno de los rasgos más
llamativos y ominosos de las apologías que se ofrecen de la
vivisección es la aseveración, tan común entre los autores
científicos, de que “no es peor” que otras instituciones, podemos
estar totalmente seguros de que sus argumentos son en verdad muy
poco convincentes: son como alguien que se está ahogando y se aferra
al último residuo de argumentación. Quienes abogan por la tortura
experimental se ven reducidos al recurso de hacer hincapié en las
crueldades del carnicero y del ganadero, e inquieren por qué, si se
permite desnucar y castrar a los animales, no ha de permitirse
también la vivisección (5).
La caza es también
una práctica que ha provocado en gran medida la susceptibilidad del
vivisector. En la Fortnightly Review
define un autor la caza deportiva como “el amor por la destrucción
inteligente de las cosas vivas”, y ha calculado que anualmente los
cazadores deportistas ingleses destrozan a tres millones de
animales, “además de aquellos a los que matan directamente” (6).
Ahora bien, si los ataques contra la
vivisección procedieran principal o únicamente de los apologistas
del cazador y el matarife, cabría considerar que este tu quoque
del científico es una respuesta sagaz, aunque bastante ligera. Pero
cuando se acusa a toda crueldad de inhumana e injustificable, una
evasiva como ésta no tiene ya ninguna relevancia ni pertinencia.
Admitamos, sin embargo, en contraste con la infantil brutalidad del
cazador, la indudable seriedad y escrupulosidad del vivisector (pues
no pongo en tela de juicio que actúa por motivos concienzudamente
considerados) puede anotarse en su beneficio. Pero hemos de
recordar, por otra parte, que el hombre concienzudo, cuando se
equívoca, resulta mucho más peligroso para la sociedad que el
granuja o el idiota. En rigor, el horror especial de la vivisección
consiste precisamente en que no se debe a mera inconsciencia e
ignorancia, sino que representa una usurpación deliberada,
declarada, a conciencia, del principio mismo de los derechos de los
animales.
Ya he dicho que es ocioso especular acerca
de cuál es la peor forma de crueldad para con los animales, pues en
este tema, más que en ningún otro, debemos “rechazar la pertinencia
del cuidadoso cálculo del más o el menos”. La vivisección, si algo
hay de verdad en el principio que vengo defendiendo, no es la raíz
de la barbarie y la injusticia, sino lo más florido de ellas, su
consumación: el non plus ultra de la iniquidad del trato del
hombre con las razas inferiores. La raíz del mal reside, como he
venido afirmando continuamente, en ese detestable supuesto (tan
detestable cuando se baza en razones pseudoreligiosas como en
razones pseudocientíficas) de que hay un abismo, una barrera
infranqueable, que separa al hombre de los animales, y que los
instintos morales de la compasión, la justicia y el amor deben ser
diligentemente reprimidos y frustrados en una dirección, a la vez
que se fomentan y extienden en la otra.
Por esta razón, nuestra cruzada contra la
científica inquisición, para que sea completa y tenga éxito, ha de
fundamentarse sobre la roca de la oposición coherente a la crueldad
en todas sus formas y fases. No tiene sentido denunciar la
vivisección como fuente de toda inhumanidad y, mientras se exige su
supresión inmediata, suponer que otras cuestiones menores pueden
posponerse indefinidamente. Es cierto que la emancipación real de
las razas inferiores, como la de la raza humana, sólo puede
producirse paso a paso, y que es natural y político que se ataque en
primer lugar aquello que más repugna a la conciencia pública. No
estoy despreciando la sensatez de concentrar los esfuerzos sobre un
punto en particular, pero quiero advertir a mis lectores contra la
tendencia harto común de olvidar el principio general que subyace en
cada una de estas protestas.
El espíritu con el que abordemos estas
cuestiones debería ser liberal y perspicaz. Quienes trabajan para
abolir la vivisección, o cualquier otro mal en particular, deberán
hacerlo con el declarado propósito de tomar una de las plazas
fuertes de enemigo, no porque crean que con ello habrá concluido la
guerra, sino porque podrán hacer uso de la posición así ganada como
un ventajoso punto de partida para un progreso todavía mayor.
Notas:
(1) La
vivisección es un antiguo uso que se practicó durante 2.000 años o
más en Egipto, en Italia y en otros muchos sitios. Galeno menciona
que la vivisección humana estuvo de moda durante siglos antes de su
época, y Celso nos informa de que “se procuraban criminales sacados
de las prisiones y, diseccionándolos en vida, contemplaban, mientras
aún respiraban, lo que la naturaleza había ocultado hasta entonces”.
También los brujos de la Edad Media torturaban a seres humanos y
animales con el fin de descubrir sus elixires medicinales. El
reconocimiento de los derechos humanos ha convertido actualmente la
vivisección humana en acto criminal, y la indagación científica de
nuestro tiempo sólo cuenta con los animales para hacer de ellos sus
víctimas. En nuestro país, la ley de 1876 ha restringido por
fortuna, aunque no en grado suficiente, los poderes del vivisector.
(2) The
Rights o fan Animals, por E.B. Nicholson, 1879.
(3) El argumento medico de la
“utilidad” se ha mantenido siempre in terrorent sobre la poco
científica reivindicación de los derechos de los animales. En el
siglo tercero citaba Porfirio las siguientes palabras de Claudio
Napolitano, autor de un tratado contra la abstinencia de alimento de
origen animal: “¡A cuántos se impediría la curación de sus
enfermedades si se abstuvieran de ingerir animales! Pues vemos que
los ciegos recobran la visión comiendo carne de víbora”. ¡Algunos de
los resultados que los científicos “ven” hoy en día quizá resulten
igual de extraños a la posteridad!
(4) Es cierto, no obstante, que
Lord Aberdare, en su calidad de presidente de la última reunión
anual de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los
Animales, advirtiendo a la sociedad contra el comienzo de una
cruzada contra la vivisección, expresó, la observación,
deliciosamente cómica, de que él mismo había sufrido tres
operaciones y le habían servido para mejorar mucho.
(5) Véase el artículo de J.
Cotter Morrison sobre “Scientific versus Bucolic Vivisection”,
Fortnightly Review, 1885.
(6) Profesor Jevons,
Fortnightly Review, 1876.
*Extraído del libro Los derechos de los animales
de Henry S. Salt, Ediciones Los libros de la Catarata.
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